Las transformaciones que ha sufrido el
proceso educativo durante estos años han sido significativas,
desde la propia concepción de la escuela como lugar de aprendizaje, hasta los
roles del docente y del alumno.
Hemos pasado afortunadamente de una educación
como proceso para adquirir conocimientos,
a una educación en valores, para la vida y la libertad. De una alumno
adecuadamente disciplinado y pasivo a un escolar con potencialidades, aptitudes
y diferenciado entre pares.
De la adquisición de conceptos y nociones por
medio de la memoria y la reproducción, hemos pasado a un aprendizaje
constructivo que involucra a todos los medios y sentidos para elaborarlo,
aprehenderlo y transferirlo.
Ejercer por tanto el magisterio en la
actualidad, requiere de unas características personales especiales, partiendo
de que su trabajo se desarrolla con personas en etapa de formación. El docente
ha de poseer:
Dinamismo: Manifiesto en ser receptivo a nuevas ideas y permitirse
incorporarlas a su práctica pedagógica, aún cuando, implique errores, de ellos
también se aprende
Receptividad: Usar su capacidad como
observador para captar las necesidades, diferencias y potencialidades en sus alumnos
Proactividad: En términos de dar respuesta a
las dificultades cotidianas de su práctica y deconstruir las formas didácticas
tradicionales para resolver los “nudos” que se producen al enseñar.
Sensibilidad: Para entender las diferencias en
cuanto a ritmo y necesidades de sus alumnos.
Habilidades comunicacionales: Le permitan transmitir
ideas o nociones por diversos medios en forma tal que siempre llegue su
mensaje.
Capacidad de reflexión: sobre los procesos que se activan en sus
alumnos y su propia práctica profesional, dado que la cotidianidad y los
lineamientos institucionales generalmente, conspiran contra esta acción.
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